Una reflexión sobre la Comisión Nacional de Acreditación

Ya todos conocemos los problemas y las polémicas que han causado las faltas de probidad en la comisión nacional de acreditación (CNA), pero bien vale preguntarse por las causales de tales problemas: ¿En qué momento se hizo posible que un sistema de probidad fuera posible de corromper por intereses más allá de lo académico? ¿En qué momento fue posible que se hiciera necesario tener un sistema de acreditación para asegurar que una universidad haga lo que debiera hacer? ¿En qué momento se permitió que este sistema de fiscalización de calidad midiera con parámetros distintos a las distintas instituciones?. Para intentar responder estas preguntas derivamos en otra interrogante aún más profunda, ¿En qué momento fue posible que cualquier sociedad o persona natural pudiera abrir una universidad, así como se abre un bar, un restaurant o un kiosco?....y eso siendo benévolo, porque abrir una universidad es mucho más fácil que abrir un bar.
Vamos por parte, primero es imposible no darse cuenta que el descalabro actual es producto de la liberación libremercadista de la oferta académica de educación superior que se permitió en Chile a partir de 1980. Las entidades universitarias que hasta esa fecha llevaban varias décadas de funcionamiento en Chile, tanto estatales como privadas de fin público, habían demostrados con sobradas evidencias orientación social y la calidad de los profesionales formados en sus aulas. Las primeras generaciones de profesionales de la UdeC, por ejemplo, debieron rendir rigurosas pruebas de calidad ante académicos de la U de Chile antes de que la institución adquiriera autonomía. Estas universidades fueron evolucionando y sufrieron transformaciones profundas (tanto académicas como administrativas) a partir de la reforma de 1967, un proceso que no siguió su curso natural producto del golpe de Estado de 1973. A partir de ese momento el sistema educativo fue intervenido y se integró al modelo neoliberal, liberándose la posibilidad de que iniciativas privadas se involucraran en la formación superior sin mayores restricciones de funcionamiento en cuanto a la calidad académica de la propuesta. Esto provocó la proliferación de centros de formación técnica y de formación superior con realidades académicas y administrativas muy dispares, lo cual hizo necesario crear una comisión que certificara la calidad de la formación entregada. Esta certificación les permitiría a las instituciones, entre otras cosas, acceder a los fondos públicos destinados a educación superior ya sea en la forma de créditos o becas.  
Ahora bien, las buenas intenciones que pueda tener la CNA han sido corrompidas por los intereses del modelo de educación superior basado en al autofinanciamiento. La acreditación se transformó en la llave para obtener mayores ingresos, para atraer a más clientes (estudiantes), para abrir nuevas sedes o para acceder a fondos públicos; pero no significó mayores obligaciones para las instituciones que cumplieron con lo mínimo ni tampoco el cierre de aquellas que no obtuvieron la acreditación. Surgieron acreditaciones parciales, diferencias evidentes en la rigurosidad con que se puso a prueba a distintas instituciones y sospechas fundadas en que se entregaron certificaciones difíciles de comprender con criterios objetivos. De esta manera, la debacle de la CNA termina siendo el resultado esperado de años de descontrol en pos del beneficio de unos pocos controladores de este negocio en que se transformó la educación superior. Es obvio que la solución al problema debería venir de la mano de una reestructuración completa del sistema educativo en todos sus niveles (de acorde con una transformación política-estatal de la misma índole), que garantice la probidad de las entidades de educación superior y sus fines socialmente altruistas.

Aunque estamos lejos de llegar a eso, nuestro deber ético es hacer lo posible por mejorar en algo la situación a la que se enfrentan miles de estudiantes y trabajadores de la educación superior. Si se quisiera hacer algo serio, se podría reformar el sistema en base a criterios que aseguren un proceso transparente y libre de incentivos perversos. Algunos de estos criterios podrían ser el establecer la obligatoriedad de someterse a esta evaluación, y que ésta se base en criterios objetivos como podrían ser  la relación entre el número de profesores contratados y el número de alumnos por carrera, el contar con la infraestructura necesaria, porcentaje de profesores con grado de Doctor, porcentaje de docentes con jornada completa, calidad de prácticas profesionales y calidad de la investigación generada, entre otros. De esta manera, dejando fuera criterios subjetivos como las proyecciones y  buenas intenciones de mejorar, se podría establecer un criterio único que entregue como veredicto que hay un número de universidades acreditadas, sin apellidos ni sub-clasificaciones, simplemente acreditadas. A las instituciones que no logren esta certificación se les podrá dar un plazo prudente para que realicen la inversión necesaria que les permita alcanzar los estándares mínimos para ser acreditadas como una universidad y las que no cumplan simplemente deberán perder el estatus de universidad. Esto podría parecer drástico, pero es preferible hacerlo de esta manera antes de seguir engañando a miles de jóvenes y familias y permitir que se mantengan las condiciones que hicieron posible casos como el de la Universidad del Mar y otras instituciones que están siendo investigadas.

Marcelo González Ortiz, Profesor Asistente, Universidad de Concepción

Columna publicada en la Revista del Colegio de Profesores Marzo de 2013 

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