La esclavitud voluntaria (cuento de Ricardo Flores Magón)
Juan y Pedro llegaron a la edad en que es preciso trabajar
para poder vivir. Hijos de trabajadores, no tuvieron oportunidad de adquirir
una regular cultura que los emancipase de la cadena del salario. Pero Juan era
animoso. Había leído en los periódicos cómo hombres que habían nacido en cuna
humilde habían llegado, por medio del trabajo y del ahorro, a ser los reyes de
las finanzas, y a dominar, con la fuerza del dinero, no sólo los mercados, sino
las naciones mismas. Había leído mil anécdotas de los Vanderbilt, de los
Rockefeller, de los Rothschild, de los Carnegie, de todos aquellos que, según
la Prensa y hasta según los libros de lectura de las escuelas con que se
embrutece a la niñez contemporánea, están al frente de las finanzas mundiales,
no por otra cosa sino —¡vil mentira!— por su dedicación al trabajo y su
devoción por el ahorro.
Juan se
entregó al trabajo con verdadero ardor. Trabajó un año, y se encontró tan pobre
como el primer día. A la vuelta de otro año se encontró en las mismas
circunstancias. Y siguió trabajando más, sin desmayar, sin desesperar. Pasaron
cinco años y se encontró con que, a fuerza de sacrificios, había logrado reunir
algunas monedas, no muchas. Para ahorrarlas necesitó disminuir los gastos de su
alimentación, con lo que debilitó sus fuerzas; vistió andrajos, con los que el
calor y el frío lo atormentaron, debilitando igualmente su organismo; habitó
miserable casuchas, cuya insalubridad aportó a su organismo su contingente
debilitante. Pero Juan siguió ahorrando, ahorrando dinero a expensas de su
salud. Por cada centavo que lograba guardar, perdía una parte de su fuerza.
Para no pagar renta a propietario alguno compró un lote y fabricó una casa.
Después se casó con una muchacha. El Registro Civil y el cura le arrancaron una
buena parte de sus ahorros, obtenidos a costa de tantos sacrificios. Pasaron algunos
años más: el trabajo no era constante, las deudas comenzaron a afligir al pobre
Juan. Un día se enfermó uno de sus hijitos; el médico no quiso asistir al
enfermito porque no se le ofrecía dinero; en el dispensario público atendieron
tan mal a la criatura que ésta murió. Juan, sin embargo, no se daba, por
vencido. Recordaba sus lecturas sobre las famosas virtudes del ahorro y otras
patrañas por el estilo. Tenía que ser rico porque trabajaba y ahorraba. ¿No
habían hecho lo mismo Rockefeller, Carnegie y muchos más, ante cuyos millones
suelta la baba la humanidad inconsciente? Entretanto los artículos de primera
necesidad iban subiendo en precio de manera poco tranquilizadora. La ración
alimenticia se disminuía hasta su extremo límite en el hogar del inocente Juan,
y, a pesar de todo, las deudas aumentaban y ya no podía ahorrar un solo cobre.
Para colmo de desdichas, el dueño de la negociación en que Juan comenzó a
trabajar decidió emplear trabajadores por menos costo, y, nuestro héroe, y
muchos más, se vieron de la noche a la mañana despedidos del trabajo, ocupando
sus lugares nuevos esclavos que, como los anteriores, soñaban con riquezas
amasadas a fuerza de trabajo y de ahorro. Juan tuvo que empeñar su casa,
esperando todavía poner a flote la barca de sus ilusiones, que se hundía, se
hundía sin remedio. No pudo pagar la deuda, y tuvo que dejar en las manos de
los prestamistas el producto de su sacrificio, el pequeño bien amasado con su
sangre. Obstinado, Juan quiso todavía trabajar y ahorrar, pero en vano. Las
privaciones a que se sujetó por el ansia de ahorrar, el trabajo pesado que
había ejecutado en los mejores años de su vida le habían destruido el vigor. En
todas partes donde solicitaba trabajo se le decía que no había ocupación para
él. Era una máquina de producir dinero para los amos, pero demasiado gastada
ya. Las máquinas viejas son vistas con desprecio. Y, entretanto, la familia de
Juan padecía hambre. En la negra casucha no había fuego, no había abrigos para
combatir el frío, las criaturas pedían pan con verdadera furia. Juan salía
todas las mañanas en busca de trabajo; pero ¿quién había de alquilar sus brazos
viejos? Y después de recorrer la ciudad y los campos, llegaba al hogar, donde
lo esperaban, contristados y hambrientos, los suyos, su mujer, sus hijos, los
seres queridos, para quienes soñó las riquezas de Rockefeller, la fortuna de
Carnegie.
Una tarde
Juan se detuvo a contemplar el paso de ricos automóviles ocupados por personas
regordetas, en cuyos rostros podía adivinarse la satisfacción de llevar una
vida sin preocupaciones. Las mujeres charlaban alegremente, y los hombres,
almibarados e insignificantes, las atendían con frases melifluas que habrían
hecho bostezar de fastidio a otras mujeres que no hubieran sido aquellas burguesas.
Hacía frío;
Juan tembló pensando en los suyos, que le esperaban en la negra casucha,
verdadera mansión del infortunio. Cómo habrían de tiritar de frío en aquel
instante; cómo debían sufrir las torturas indescriptibles del hambre; qué amargas
deberían ser las lágrimas que derramasen en aquellos momentos. El desfile
elegantísimo continuaba. Era la hora de exhibición de los ricos, de los que,
según el pobre Juan, habían sabido “trabajar” y “ahorrar” como los Rothschild,
como los Carnegie, como los Rockefeller. En un lujoso carruaje venía un gran
señor. Su porte era magnífico. Tenía canas, pero su rostro estaba joven. Juan
se llevó la mano a los ojos para limpiarlos, temiendo ser víctima de una
ilusión. No, no le engañaban sus viejos y opacos ojos: aquel gran señor era
Pedro, su camarada de la infancia. “Cuánto ha de haber trabajado y ahorrado”,
pensó, Juan, “para que haya podido salir de la miseria y llegar a tanta altura
y ganar tanta distinción”.
¡Ah, pobre
Juan!: no había podido olvidar los imbéciles relatos de los grandes vampiros de
la humanidad; no había podido olvidar lo que leyó en los libros de las
escuelas, en que tan concienzudamente se embrutece al pueblo.
Pedro no
había trabajado. Hombre sin escrúpulos y dotado de gran malicia, había podido
apercibirse de que lo que se llama honradez no es fuente de riquezas, y se echó
a engañar a sus semejantes. Apenas reunido algún fondito, instaló un taller y
alquiló manos baratas; de ese modo fue subiendo. Ensanchó sus negocios y
alquiló más manos, y más y más, y se convirtió en millonario y en gran señor,
gracias a los innumerables “Juanes”, que toman a pies juntillas los consejos de
la burguesía.
Juan
continuó presenciando el brillante desfile de haraganes y haraganas. En la
esquina próxima un hombre dirigía la palabra al público. Escaso auditorio
tenía, en verdad, aquel orador. ¿Quién era? ¿Qué predicaba? Juan fue a
escuchar.
—Compañeros, decía el hombre, ha llegado el momento de reflexionar. Los
capitalistas son unos ladrones. Sólo por medio de malas artes se puede llegar a
millonario. Los pobres nos deslomamos trabajando, y cuando ya no podemos
trabajar, nos despiden los burgueses como dejan sin amparo al caballo
envejecido en el servicio. ¡Tomemos las armas para conquistar nuestro bienestar
y el de nuestras familias!
Juan lanzó
una mirada despreciativa al orador, escupió al suelo con coraje y se marchó a
la casucha negra, donde lo esperaban afligidos, con hambre y con frío, los seres
queridos. No podía morir en él la idea de que el ahorro y la laboriosidad hacen
la riqueza del hombre virtuoso. Ni ante el infortunio inmerecido de los suyos
pudo reaccionar el alma de aquel miserable, educado para esclavo.
Ricardo Flores Magón, periodista, anarquista y revolucionario mejicano.
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